Es el quinto día que paso en la guarida del bosque Krasnosielski. El Rata y el Sepulturero han cruzado la frontera con pieles —teníamos un porrón— para venderlas al otro lado. Y yo me he quedado en el bosque para espiar al grupo de Kazik el Araña, que guía a los novatos. Nos ha llegado la información de que su cuadrilla suele regresar dos veces de la Unión Soviética con las manos vacías, pero a la tercera lleva muchas pieles. Se trata de atrapar al grupo precisamente cuando vaya cargado. Atraviesan el bosque Krasnosielski —es allí donde los queremos desplumar—, por cuatro caminos bien distintos. Alguien que observe bien sus itinerarios y calcule la alternancia de sus rutas, puede deducir aproximadamente cuándo y por dónde pasarán la próxima vez que vuelvan de la Unión Soviética cargados de pieles. Espío sin cesar las travesías de la cuadrilla del Araña. Hasta ahora, no se me ha escapado ni una. Al anochecer y por la mañana, examino las huellas de los cuatro caminos que la cuadrilla suele recorrer al cruzar el bosque Krasnosielski. Siempre que encuentro su rastro en el lodo, sobre la arena, a orillas de un riachuelo o en medio del camino, lo borro cuidadosamente y así veo cuándo dejan uno nuevo. De este modo, puedo deducir casi sin miedo a equivocarme qué ruta elegirán la próxima vez.
El Rata y el Sepulturero me han prometido volver como mucho dentro de una semana. Venderán las pieles y traerán comida, tabaco y alcohol. Al marcharse, me dejaron un poco de tocino, una botella empezada de espíritu de vino y algunas tabletas de chocolate. Con esto tengo que satisfacer mis necesidade hasta que vuelvan. Poco después de que mis compañeros se marcharan, cayó un aguacero. Duró todo el día y toda la noche sin tregua. Quedé calado hasta los tuétanos. Al día siguiente, me construí una cabaña, pero me salió minúscula y tenía goteras. Entonces, recogí cortezas y empecé a montar un gran cobertizo. Trabajé muchas horas, pensando en cada detalle. Finalmente, lo acabé y lo coloqué sobre cuatro postes encima de la hoguera, que la lluvia anegaba continuamente. Acto seguido, resguardado por arriba, le añadí tres paredes laterales. La leña estaba empapada y humeaba. Esto era molesto al tiempo que peligroso, porque el humo podía delatar mi presencia. A un kilómetro de mi escondrijo, descubrí unos montones de madera seca de abedul. Al primero le quité la tonga exterior de tarugos mojados y transporté hasta mi escondrijo los secos. Los coloqué bajo la techumbre de tal modo que la lluvia no pudiese humedecerlos. Así, tenía bastante leña para encender fuego y estaba al abrigo de las inclemencias del tiempo. El gato no me había abandonado. Cuando dejaba de llover, se iba al bosque. Volvía calado hasta los huesos, se restregaba contra mis piernas, se calentaba junto a la hoguera y me canturreaba su monótona canción. Su presencia me alegraba la vida. Yo le hablaba, compartíamos los restos de comida, y él se lo tomaba todo con una seriedad extraordinaria. Pero, a pesar de su porte altivo, mi compañero rabón parecía un vagabundo sin hogar más que un respetable cazador doméstico de ratones. Al caer la noche, yo iba al bosque. Tendía hilos a través de las veredas forestales que conocía palmo a palmo. Con ramas entrelazadas, construía barreras que cerraban el paso. A orillas de los ríos y torrentes, allí donde había vados, borraba los rastros antiguos para que la travesía de la cuadrilla dejara huellas nuevas. Después, volvía mi escondrijo. A menudo, me costaba encontrarlo en la oscuridad de la noche. Atizaba el fuego. Tapaba la entrada de mi cabaña y ponía alrededor varios obstáculos para que los que se acercaran tuvieran que hacer ruido. A continuación, asaba patatas al rescoldo de la lumbre. Me las comía con tocino. Echaba un trago de espíritu de vino y, sin reavivar el fuego, por miedo a que reverberara, me acostaba sobre anchas ramas de abeto, resinosas y templadas por las ascucas. La lluvia tamborileaba sobre la techumbre y caía a chorro dentro del alero. Las brasas de la hoguera llenaban de calor el interior de mi escondrijo. El gato se me arrimaba, ronroneando una canción. A pesar de sentirme del todo seguro, tenía las armas a punto. ¿Quién podría llegar hasta allí en la oscuridad? La noche, la madre de todos los infelices que se ven obligados a esconderse de la gente, me arrebujaba con su velo. Al amanecer, salía a examinar las huellas recientes en las veredas y en los pasos secretos. Sacaba conclusiones y me las grababa meticulosamente en la memoria.
Al otro día de marcharse mis compañeros al pueblo, caí en la cuenta de que el grupo del Araña había regresado a Polonia. A partir de entonces, no habían vuelto a cruzar la frontera. Quizá se lo hubiera impedido la lluvia. Era del todo imposible que su travesía me hubiese pasado por alto. Aunque se me hubieran escapado, camino de la Unión Soviética, habría tenido que verlos cuando volvía. ¡A mí nada me pasaba desapercibido! Sabía cuántos grupos pequeños habían cruzado la frontera y cuántos habían regresado. Lo deducía de las huellas y de muchas otras circunstancias que, juntas, formaban una fotografía de la vida nocturna de la frontera.
El sexto día de mi estancia en el bosque Krasnosielski llega a su fin. Ya no tengo ni gota de alcohol. El chocolate también se me ha acabado. Todavía me queda un poco de tocino. Lo ahorro como puedo y siempre tengo hambre. He aborrecido las patatas asadas sin sal. La cuadrilla del Araña todavía no ha pasado al otro lado de la frontera, de modo que nada me obliga a seguir vigilándola. Incluso en el pueblo sería más fácil conseguir alguna información sobre sus movimientos. Tras pensármelo bien, decido cruzar la frontera esta noche.
En todo el día no ha caído ni una gota, pero ahora vuelven a acercarse remolinos de nubarrones. Cubren el cielo sin dejar ni un resquicio. Oscurece. Caerá un aguacero impresionante. El gato está inquieto. Se acerca el anochecer. Todo se petrifica y parece como si las nubes galoparan por el cielo con un fragor sordo. Arrojo al fuego todos los tarugos y hago una gran hoguera. Me caliento y aso patatas. Las aparto a un lado. Saco del zurrón la última loncha de tocino. Le doy la tercera parte al gato y el resto me lo como con las patatas. Oscurece cada vez más. Me levanto. Le hago al gato una caricia de despedida y salgo de mi escondrijo. El gato maúlla. Tal vez tenga el presentimiento de que lo abandono para siempre. Camino a través del bosque hacia el sendero que conduce a Zatyczno. En la lejanía, se oy en los suspiros sordos y pesados de los truenos. Se acercan. Se desencadena un viento que corre por las alturas, por las cúspides de los árboles, llenando el bosque de un rumor quejumbroso. Cierra la noche. A duras penas me abro paso entre árboles. De improviso, un largo relámpago verde cae sobre el bosque. Abajo, casi en las entrañas de la tierra, se oye el trueno que huye hacia las tinieblas en oleadas grávidas... Otro relámpago, ahora amarillo, corta el aire... El tercero, rojo, explota como un fuego de artificio... El cuarto, dorado, se entrelaza con la oscuridad en la lontananza... El quinto, blanco, arranca la noche de la tierra y, durante un rato, puedo ver con toda claridad cada tronco, cada rama, cada hoja... Después, los relámpagos caen a puñados. Se entrecruzan, se esquivan... Uno corre en pos del otro. Derraman torrentes de luz entre los árboles. El aire vibra... Los árboles tiemblan... Un huracán... El viento rompe ramas y derriba árboles. Los relámpagos hacen trizas los pinos, los abetos y los abedules más robustos. El bosque se estremece...
Sigo avanzando. Desde lo alto, me caen en la cabeza ramas segadas. A derecha y a izquierda se desploman algunos árboles. En el cielo, parpadean los relámpagos. El rumor atemorizado del bosque se confunde con los silbidos del viento y con el eco de los truenos. Llevo la linterna en la mano, pero no necesito encenderla. Los relámpagos me iluminan el camino. Por fin, llego a las lindes del bosque. Camino a campo traviesa. Aquí no hay tanto peligro. No me aplastará la cabeza ningún árbol truncado, no me golpeará ninguna rama que se desploma desde las alturas. Empieza un chaparrón. Riadas inundan los campos de cultivo. Pronto estoy completamente calado. Intento encender la linterna. Está estropeada. Entonces, me saco del bolsillo las armas y camino con los dos revólveres en la mano. Hago la tentativas de salir a la carretera. Si no, con este tiempo de perros no sabría encontrar la dirección correcta. Por fin doy con ella. La examino un buen rato antes de decidir si sigo adelante. Tengo miedo de extraviarme. Avanzo. Llevo las armas a punto. Bajo la lluvia, chapoteo por interminables charcos. En las orillas de la carretera, torrentes de agua se precipitan cuneta abajo. “¿Qué hará ahora el gato? Seguro que no ha quedado ni rastro de mi escondrijo del bosque”. Camino y camino por la carretera. Dejo atrás algunos puentes. Los cuento. Por aquí debe estar el puente de la segunda línea de la frontera. Me detengo y aguzo el oído, pero al cabo de un rato sigo adelante. “¿Se puede oír algo en medio de este huracán de sonidos?” Entro en el puente. Avanzo poco a poco, concentrado, con lo índices sobre los gatillos de los revólveres. “¿Y si alguien me tiene en el punto de mira?” De repente, estoy en un tris de caerme. No he disparado por un pelo. Me detengo y toco con el pie algo blando. Es un saco de heno que se le ha caído a alguien del carro. Sigo avanzando. La carretera se encarama por la ladera resbaladiza de una colina. Un kilómetro me separa de la frontera. Paso tras paso, me abro camino con cautela. En un lugar, miro las saetas fosforescentes de mi reloj. Son las diez. Si me doy prisa, dentro de una hora estaré en la guarida. Intuyo que la frontera está muy cerca. Me desvío de la carretera hacia la izquierda y, pronto, sumergido en el agua hasta la cintura, atravieso un arroyo que en condiciones normales no es muy profundo. A juzgar por su aspecto, en breve se convertirá en un río. Finalmente, me acerco al pueblo. Enfilo la calle Minska, después entro en la plaza mayor y, desde allí, me encamino hacia Slobódka. Al poco, llego a nuestra guarida. Subo al piso de arriba, reptando por la techumbre y llamo al postigo del desván. Al cabo de un rato, se oye la voz del Sepulturero:
—¿Quién va?
—Soy yo, Wladek.
El postigo se abre bruscamente. Me escabullo en el desván. Hay una vela encendida sobre una caja tumbada boca arriba. Al lado, está sentando el Rata. Delante de él, unas botellas y algo para picar. El Rata me saluda con alegría:
—¡En nombrando el ruín de Roma! ¡Has elegido el momento oportuno! Tenía la intención de ir a buscarte hoy mismo, pero me ha salido un negocio urgente en el pueblo y lo he dejado para mañana...
—Dadme de beber y de comer —les digo a mis compañeros—, he pasado mucha hambre.
Apuro un vaso de vodka en un santiamén y engullo gruesas tajadas de jamón. Calmada la primera hambre, me desnudo, me quito las botas y me pongo ropa seca.
El Rata me cuenta que el Araña, tras aquella primera vez, ha hecho un descanso, porque los comerciantes no tendrán mercancía hasta que llegue un envío de Vilnius.
—He estado pudriéndome allí para nada —le digo al Rata.
—No. Lo aprovecharemos más adelante. Ahora conoces mejor las rutas de los “elefantes”...
Después, el Rata me entrega mil novecientos sesenta dólares. Es mi parte de nuestros últimos trabajos. Ahora, contando lo que he ganado últimamente y lo que le dejé en depósito a Pietrek, tengo más de cuatro mil dólares. Para mí es una suma exorbitante. Ahora podría hacer lo que me aconsejó Saszka: dejar este oficio e irme a vivir a una ciudad. Le doy vueltas a la idea, pero el Rata me interrumpe. Nos expone el plan del próximo trabajo. Se acalora, blande los puños al mencionar a los bisoños y nos enardece con su fervor.Aún apuramos una botella de aguardiente, brindamos por la buena suerte, y nos acostamos. El Rata no volvió a su casa, sino que se quedó con nosotros por culpa del aguacero. Me contó que el novato a quien yo había herido se estaba curando en el pueblo a escondidas, y que aquel grupo había vuelto sin dinero y sin el representante de los mercaderes. Fumamos un buen rato, dándole a la sin hueso en voz baja. Por encima de nuestras cabezas, se enfurecía la tempestad. Me dormí. Aquella noche soñé con elefantes, no elefantes africanos o indios, sino los nuestros, los de la zona fronteriza, aquellos a los que los gatos viejos han bautizado con este nombre despectivo. Los espiaba, los perseguía, los atrapaba. Me ayudaba un gran gato pelirrojo con la cola cortada y las orejas hechas jirones.
El Rata y el Sepulturero me han prometido volver como mucho dentro de una semana. Venderán las pieles y traerán comida, tabaco y alcohol. Al marcharse, me dejaron un poco de tocino, una botella empezada de espíritu de vino y algunas tabletas de chocolate. Con esto tengo que satisfacer mis necesidade hasta que vuelvan. Poco después de que mis compañeros se marcharan, cayó un aguacero. Duró todo el día y toda la noche sin tregua. Quedé calado hasta los tuétanos. Al día siguiente, me construí una cabaña, pero me salió minúscula y tenía goteras. Entonces, recogí cortezas y empecé a montar un gran cobertizo. Trabajé muchas horas, pensando en cada detalle. Finalmente, lo acabé y lo coloqué sobre cuatro postes encima de la hoguera, que la lluvia anegaba continuamente. Acto seguido, resguardado por arriba, le añadí tres paredes laterales. La leña estaba empapada y humeaba. Esto era molesto al tiempo que peligroso, porque el humo podía delatar mi presencia. A un kilómetro de mi escondrijo, descubrí unos montones de madera seca de abedul. Al primero le quité la tonga exterior de tarugos mojados y transporté hasta mi escondrijo los secos. Los coloqué bajo la techumbre de tal modo que la lluvia no pudiese humedecerlos. Así, tenía bastante leña para encender fuego y estaba al abrigo de las inclemencias del tiempo. El gato no me había abandonado. Cuando dejaba de llover, se iba al bosque. Volvía calado hasta los huesos, se restregaba contra mis piernas, se calentaba junto a la hoguera y me canturreaba su monótona canción. Su presencia me alegraba la vida. Yo le hablaba, compartíamos los restos de comida, y él se lo tomaba todo con una seriedad extraordinaria. Pero, a pesar de su porte altivo, mi compañero rabón parecía un vagabundo sin hogar más que un respetable cazador doméstico de ratones. Al caer la noche, yo iba al bosque. Tendía hilos a través de las veredas forestales que conocía palmo a palmo. Con ramas entrelazadas, construía barreras que cerraban el paso. A orillas de los ríos y torrentes, allí donde había vados, borraba los rastros antiguos para que la travesía de la cuadrilla dejara huellas nuevas. Después, volvía mi escondrijo. A menudo, me costaba encontrarlo en la oscuridad de la noche. Atizaba el fuego. Tapaba la entrada de mi cabaña y ponía alrededor varios obstáculos para que los que se acercaran tuvieran que hacer ruido. A continuación, asaba patatas al rescoldo de la lumbre. Me las comía con tocino. Echaba un trago de espíritu de vino y, sin reavivar el fuego, por miedo a que reverberara, me acostaba sobre anchas ramas de abeto, resinosas y templadas por las ascucas. La lluvia tamborileaba sobre la techumbre y caía a chorro dentro del alero. Las brasas de la hoguera llenaban de calor el interior de mi escondrijo. El gato se me arrimaba, ronroneando una canción. A pesar de sentirme del todo seguro, tenía las armas a punto. ¿Quién podría llegar hasta allí en la oscuridad? La noche, la madre de todos los infelices que se ven obligados a esconderse de la gente, me arrebujaba con su velo. Al amanecer, salía a examinar las huellas recientes en las veredas y en los pasos secretos. Sacaba conclusiones y me las grababa meticulosamente en la memoria.
Al otro día de marcharse mis compañeros al pueblo, caí en la cuenta de que el grupo del Araña había regresado a Polonia. A partir de entonces, no habían vuelto a cruzar la frontera. Quizá se lo hubiera impedido la lluvia. Era del todo imposible que su travesía me hubiese pasado por alto. Aunque se me hubieran escapado, camino de la Unión Soviética, habría tenido que verlos cuando volvía. ¡A mí nada me pasaba desapercibido! Sabía cuántos grupos pequeños habían cruzado la frontera y cuántos habían regresado. Lo deducía de las huellas y de muchas otras circunstancias que, juntas, formaban una fotografía de la vida nocturna de la frontera.
El sexto día de mi estancia en el bosque Krasnosielski llega a su fin. Ya no tengo ni gota de alcohol. El chocolate también se me ha acabado. Todavía me queda un poco de tocino. Lo ahorro como puedo y siempre tengo hambre. He aborrecido las patatas asadas sin sal. La cuadrilla del Araña todavía no ha pasado al otro lado de la frontera, de modo que nada me obliga a seguir vigilándola. Incluso en el pueblo sería más fácil conseguir alguna información sobre sus movimientos. Tras pensármelo bien, decido cruzar la frontera esta noche.
En todo el día no ha caído ni una gota, pero ahora vuelven a acercarse remolinos de nubarrones. Cubren el cielo sin dejar ni un resquicio. Oscurece. Caerá un aguacero impresionante. El gato está inquieto. Se acerca el anochecer. Todo se petrifica y parece como si las nubes galoparan por el cielo con un fragor sordo. Arrojo al fuego todos los tarugos y hago una gran hoguera. Me caliento y aso patatas. Las aparto a un lado. Saco del zurrón la última loncha de tocino. Le doy la tercera parte al gato y el resto me lo como con las patatas. Oscurece cada vez más. Me levanto. Le hago al gato una caricia de despedida y salgo de mi escondrijo. El gato maúlla. Tal vez tenga el presentimiento de que lo abandono para siempre. Camino a través del bosque hacia el sendero que conduce a Zatyczno. En la lejanía, se oy en los suspiros sordos y pesados de los truenos. Se acercan. Se desencadena un viento que corre por las alturas, por las cúspides de los árboles, llenando el bosque de un rumor quejumbroso. Cierra la noche. A duras penas me abro paso entre árboles. De improviso, un largo relámpago verde cae sobre el bosque. Abajo, casi en las entrañas de la tierra, se oye el trueno que huye hacia las tinieblas en oleadas grávidas... Otro relámpago, ahora amarillo, corta el aire... El tercero, rojo, explota como un fuego de artificio... El cuarto, dorado, se entrelaza con la oscuridad en la lontananza... El quinto, blanco, arranca la noche de la tierra y, durante un rato, puedo ver con toda claridad cada tronco, cada rama, cada hoja... Después, los relámpagos caen a puñados. Se entrecruzan, se esquivan... Uno corre en pos del otro. Derraman torrentes de luz entre los árboles. El aire vibra... Los árboles tiemblan... Un huracán... El viento rompe ramas y derriba árboles. Los relámpagos hacen trizas los pinos, los abetos y los abedules más robustos. El bosque se estremece...
Sigo avanzando. Desde lo alto, me caen en la cabeza ramas segadas. A derecha y a izquierda se desploman algunos árboles. En el cielo, parpadean los relámpagos. El rumor atemorizado del bosque se confunde con los silbidos del viento y con el eco de los truenos. Llevo la linterna en la mano, pero no necesito encenderla. Los relámpagos me iluminan el camino. Por fin, llego a las lindes del bosque. Camino a campo traviesa. Aquí no hay tanto peligro. No me aplastará la cabeza ningún árbol truncado, no me golpeará ninguna rama que se desploma desde las alturas. Empieza un chaparrón. Riadas inundan los campos de cultivo. Pronto estoy completamente calado. Intento encender la linterna. Está estropeada. Entonces, me saco del bolsillo las armas y camino con los dos revólveres en la mano. Hago la tentativas de salir a la carretera. Si no, con este tiempo de perros no sabría encontrar la dirección correcta. Por fin doy con ella. La examino un buen rato antes de decidir si sigo adelante. Tengo miedo de extraviarme. Avanzo. Llevo las armas a punto. Bajo la lluvia, chapoteo por interminables charcos. En las orillas de la carretera, torrentes de agua se precipitan cuneta abajo. “¿Qué hará ahora el gato? Seguro que no ha quedado ni rastro de mi escondrijo del bosque”. Camino y camino por la carretera. Dejo atrás algunos puentes. Los cuento. Por aquí debe estar el puente de la segunda línea de la frontera. Me detengo y aguzo el oído, pero al cabo de un rato sigo adelante. “¿Se puede oír algo en medio de este huracán de sonidos?” Entro en el puente. Avanzo poco a poco, concentrado, con lo índices sobre los gatillos de los revólveres. “¿Y si alguien me tiene en el punto de mira?” De repente, estoy en un tris de caerme. No he disparado por un pelo. Me detengo y toco con el pie algo blando. Es un saco de heno que se le ha caído a alguien del carro. Sigo avanzando. La carretera se encarama por la ladera resbaladiza de una colina. Un kilómetro me separa de la frontera. Paso tras paso, me abro camino con cautela. En un lugar, miro las saetas fosforescentes de mi reloj. Son las diez. Si me doy prisa, dentro de una hora estaré en la guarida. Intuyo que la frontera está muy cerca. Me desvío de la carretera hacia la izquierda y, pronto, sumergido en el agua hasta la cintura, atravieso un arroyo que en condiciones normales no es muy profundo. A juzgar por su aspecto, en breve se convertirá en un río. Finalmente, me acerco al pueblo. Enfilo la calle Minska, después entro en la plaza mayor y, desde allí, me encamino hacia Slobódka. Al poco, llego a nuestra guarida. Subo al piso de arriba, reptando por la techumbre y llamo al postigo del desván. Al cabo de un rato, se oye la voz del Sepulturero:
—¿Quién va?
—Soy yo, Wladek.
El postigo se abre bruscamente. Me escabullo en el desván. Hay una vela encendida sobre una caja tumbada boca arriba. Al lado, está sentando el Rata. Delante de él, unas botellas y algo para picar. El Rata me saluda con alegría:
—¡En nombrando el ruín de Roma! ¡Has elegido el momento oportuno! Tenía la intención de ir a buscarte hoy mismo, pero me ha salido un negocio urgente en el pueblo y lo he dejado para mañana...
—Dadme de beber y de comer —les digo a mis compañeros—, he pasado mucha hambre.
Apuro un vaso de vodka en un santiamén y engullo gruesas tajadas de jamón. Calmada la primera hambre, me desnudo, me quito las botas y me pongo ropa seca.
El Rata me cuenta que el Araña, tras aquella primera vez, ha hecho un descanso, porque los comerciantes no tendrán mercancía hasta que llegue un envío de Vilnius.
—He estado pudriéndome allí para nada —le digo al Rata.
—No. Lo aprovecharemos más adelante. Ahora conoces mejor las rutas de los “elefantes”...
Después, el Rata me entrega mil novecientos sesenta dólares. Es mi parte de nuestros últimos trabajos. Ahora, contando lo que he ganado últimamente y lo que le dejé en depósito a Pietrek, tengo más de cuatro mil dólares. Para mí es una suma exorbitante. Ahora podría hacer lo que me aconsejó Saszka: dejar este oficio e irme a vivir a una ciudad. Le doy vueltas a la idea, pero el Rata me interrumpe. Nos expone el plan del próximo trabajo. Se acalora, blande los puños al mencionar a los bisoños y nos enardece con su fervor.Aún apuramos una botella de aguardiente, brindamos por la buena suerte, y nos acostamos. El Rata no volvió a su casa, sino que se quedó con nosotros por culpa del aguacero. Me contó que el novato a quien yo había herido se estaba curando en el pueblo a escondidas, y que aquel grupo había vuelto sin dinero y sin el representante de los mercaderes. Fumamos un buen rato, dándole a la sin hueso en voz baja. Por encima de nuestras cabezas, se enfurecía la tempestad. Me dormí. Aquella noche soñé con elefantes, no elefantes africanos o indios, sino los nuestros, los de la zona fronteriza, aquellos a los que los gatos viejos han bautizado con este nombre despectivo. Los espiaba, los perseguía, los atrapaba. Me ayudaba un gran gato pelirrojo con la cola cortada y las orejas hechas jirones.
El enamorado de la Osa Mayor, Sergiusz Piasecki, Acantilado, Barcelona, 2006 (Traducción de Jerzy Slawomirski y Anna Rubiò)
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