EL SIMPLE ARTE DE MATAR
Es posible que algún día un anticuario literario, de tipo más bien especial, considere que vale la pena revisar los archivos de las revistas de detectives que florecieron a finales de los años veinte y comienzos de los treinta, para determinar cómo, cuándo y por qué medios el relato de misterio popular se despojó de sus refinados buenos modales y adquirió reciedumbre. Necesitará una mirada aguda y un espíritu abierto. El papel barato jamás soñó con la posteridad, y en su mayor parte debe de tener ahora un color pardo sucio. Y por cierto que hace falta un espíritu abierto para mirar más allá de las cubiertas innecesariamente estridentes, de los títulos escandalosos y los anuncios apenas aceptables, y reconocer la auténtica potencia de un tipo de literatura que aun en sus momentos más amanerados y artificiales hizo que casi toda la ficción de la época tuviera el sabor de una taza de consomé tibio para un grupo de solteronas reunidas a tomar el té.
No creo que toda esa potencia fuese violencia, aunque demasiadas personas resultaban asesinadas en esos relatos, y su fallecimiento era celebrado con una atención demasiado enamorada del detalle. Y ciertamente no se debía a una manera de escribir delicada, pues cualquier intento en ese sentido habría sido implacablemente cortado por el personal de la editorial. Tampoco era consecuencia de una gran originalidad de argumento o descripción de los personajes. La mayoría de los argumentos eran más bien ordinarios, y casi todos los personajes individudos bastante primitivos. Es posible que se debiera al olor a terror que los relatos conseguían engendrar. Los personajes vivían en un mundo enloquecido, un mundo en el cual, mucho antes de la bomba atómica, la civilización había creado la maquinaria necesaria para su propia destrucción y aprendía a usarla con todo el placer infrahumano de un gángster que probara su primera ametralladora. La ley era algo que se debía manipular para obtener ganancias y poder. Las calles estaban oscuras de algo más que la negrura de la noche. El relato de misterio se hizo duro y cínico en cuanto a los motivos y en sus personajes, pero no era cínico en lo referente a los efectos que trataba de producir, ni acerca de su técnica para producirlos. Algunos críticos poco comunes así lo reconocieron en esa época, y eso era todo lo que uno tenía derecho a esperar. El crítico común jamás reconoce un mérito, cuando existe. Lo explica cuando se ha vuelto respetable.
La base emocional de la novela de detectives corriente era y sigue siendo la de que el asesinato siempre es descubierto y que la justicia triunfa. Su base técnica era la insignificancia relativa de todo, salvo el desenlace final. La base técnica de la narración tipo Black Mask consistía en que la escena era superior al argumento, en el sentido de que un buen argumento era el que producía buenas escenas. El misterio ideal era el que uno leía aunque faltara el final. Los que tratábamos de escribir teníamos el mismo punto de vista que los fabricantes de películas. Cuando fui a trabajar a Hollywood, un productor sumamente inteligente me dijo que no era posible hacer una película de éxito a partir de un relato de misterio, porque el nudo de la cuestión era una revelación que ocupaba la pantalla unos pocos segundos, mientras el público buscaba el sombrero para irse. Estaba equivocado, pero sólo porque se refería a los malos relatos de misterio.
En cuanto a la base emocional del relato "duro", resulta evidente que no cree que el asesinato se descubra y se haga justicia, a no ser que algún individuo muy decidido se ocupe de ello. Las narraciones se referían a los hombres que hacían esas cosas. Por lo general eran hombres duros, y lo que hacían, fuesen policías, detectives privados o periodistas, era un trabajo duro y peligroso. Era un trabajo que siempre podían conseguir. Abundaba en todas partes. Sigue abundando. No cabe duda de que las narraciones vinculadas con esto tenían un elemento fantástico. Esas cosas ocurrían, pero no con tanta rapidez, ni a un grupo de personas tan compacto, ni dentro de un marco de lógica tan estrecho. Y eso era inevitable, porque había una exigencia de acción constante; si uno se detenía a pensar, estaba perdido. En caso de duda, hay que hacer que un hombre aparezca en una puerta con una pistola en la mano. Esto podía llegar a resultar bastante tonto, pero en cierto modo parecía no tener importancia. Un escritor que teme desbordarse es tan inútil como un general que tiene miedo de equivocarse.
Si releo mis propios cuentos, resultaría absurdo que no tuviese el deseo de haberlos hecho mejores. Pero si hubieran sido mejores no los habrían publicado. Si la fórmula hubiese sido un poco menos rígida, es posible que hubiese sobrevivido una mayor parte de lo que se escribió en aquella época. Algunos de nosotros realizamos bastantes esfuerzos por hacer más flexible la fórmula, pero por lo general nos atrapaban y nos hacían volver. Desbordar los límites de una fórmula sin destruirla es el sueño de todos los que escriben en revistas y no son caballos de tiro sin esperanzas de curación. Hay en mis relatos cosas que me agradaría cambiar o eliminar por completo. Hacerlo puede parecer sencillo, pero si uno lo intenta descubre que no puede lograrlo. Sólo conseguirá destruir lo que hay de bueno, sin producir efectos perceptibles en lo que hay de malo. No se puede volver a captar el estado de ánimo, el sentimiento de inocencia, y menos aún el placer animal que uno experimentaba cuando tenía poco más que eso. Todo lo que un escritor aprende acerca del arte o el oficio de la ficción le quita algo de su necesidad o deseo de escribir. Al final conoce todas las tretas y no tiene nada que decir.
En cuanto a la calidad literaria de esas muestras, tengo derecho a suponer, sobre la base del sello de un distinguido editor, que no estoy obligado a ser enfermizamente humilde. Como escritor, nunca supe tomarme a mí mismo con esa enorme seriedad que es una de las características más molestas del oficio. Y tuve la fortuna de escapar a lo que fue llamado (creo que por Punch) "esa forma de esnobismo que puede aceptar la Literatura de Diversión en el Pasado, pero sólo a la Literatura de Esclarecimiento en el Presente". Entre el humorismo monosilábico de la tira cómica y las sutilezas anémicas de los literatos hay una amplia extensión de territorio, en la cual el relato de misterio puede ser o no un hito importante. Hay quienes lo odian en todas sus formas. A otros les gusta de él cuando habla de personas simpáticas ("esa encantadora señora Jones, ¿a quién se le habría ocurrido que pudiera cortarle la cabeza a su esposo con una sierra de carnicero? ¡Y un hombre tan guapo!"). Y hay quienes creen que violencia y sadismo son términos intercambiables, y quienes consideran que la ficción detectivesca es un subgénero literario, y no tienen para ello mejores argumentos que el de que por lo general no se atasca en oraciones subordinadas, complicada puntuación o subjuntivos hipotéticos. Están quienes las leen sólo cuando están cansados o enfermos, y por la cantidad de novelas de misterio que consumen deben de estar muy enfermos o muy cansados. Están los aficionados a la deducción (con quienes he cruzado palabras en otro lugar) y los aficionados al sexo, que no pueden meterse en el afiebrado cerebro la idea de que el detective de ficción es un catalizador, no un Casanova. Los primeros piden un plano de Greythorpe Manor que muestre el estudio, la sala de armas, el salón principal y la escalinata, y el pasaje que lleva a ese torvo cuartito en el cual el mayordomo saca brillo a la platería, apretados los delgados labios, silencioso, escuchando el murmullo del destino. Los otros piensan que la menor distancia entre dos puntos va de una rubia a una cama.
Ningún escritor puede complacerlos a todos, y ninguno debería intentarlo. Por cierto que los relatos que integran este libro no tenían la esperanza de complacer a nadie después de diez años de haber sido escritos. La narración de misterio es un tipo de literatura que no necesita entretenerse a la sombra del pasado, y que debe muy poca fidelidad, si debe alguna, al culto de los clásicos. Es bastante más que improbable que ningún escritor viviente pueda producir una mejor novela histórica que Henry Esmond, un mejor relato sobre niños que The Golden Age, una viñeta social más aguda que Madame Bovary, una evocación más graciosa y elegante que The Spoils of Pointon, un cuadro más amplio y rico que Guerra y paz o Los hermanos Karamazov. Pero no debe resultar muy difícil idear un misterio más plausible que El sabueso de los Baskerville o La carta robada. Y hoy sería más bien difícil no hacerlo. No hay "clásicos" del crimen y la investigación. Ni uno. Dentro de sus marcos de referencia, que es la única forma en que se lo puede juzgar, un clásico es una obra que agota las posibilidades de su forma y jamás puede ser superado. Ninguna narración o novela de misterio ha logrado tal cosa hasta ahora. Pocas se acercaron a ello. Y ese es uno de los principales motivos de que gente en otros sentidos razonable continúe atacando la ciudadela.
Raymond Chandler (Chicago, 1896-California, 1959) en traducción de Floreal Mazia.
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