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domingo, 18 de julio de 2010

47.

JUAN JOSÉ ARREOLA DIXIT

Se necesita que ya no haya líderes importantes ni dirigentes de multitudes, sino que cada hombre sea capaz de conducirse por sí mismo, como el que puede arreglar sus negocios con el más allá.

Espero el renacimiento del amor a las plantas y a los animales, el apogeo del hobby, que es un renuevo doméstico de la aplicación de la mano artesanal. Necesitamos relacionar el espíritu y la materia, y no dejar al espíritu en esa vagancia que aunque nos haya producido buena música y buena poesía, nos haya producido buena música y buena poesía, nos ha costado también delirios de grandeza. El espíritu se ha vuelto un falso truchimán, un lenguaraz que pervierte el mensaje porque no lo subordinamos a la vida.

Profeso un sagrado horror a la inteligencia y a la razón. De mí todo ha salido del reino de las intuiciones y me declaro un irracionalista, porque lo irracional es una forma más profunda o más alta de lo racional. Lo único que vale en la vida es lo que brota de esa zona secreta. Hay personas que pueden apropiarse de una cantidad de pensamiento ambiental o que tienen la capacidad de recoger dentro de la propia experiencia la experiencia ajena. La intuición es el recuerdo que todavía no vivimos, el déjà vu psicoanalítico, lo que creemos ya visto o conocido (al entrar a una casa nos parece que ya estuvimos allí), pero en nada me uno al ocultismo ni a los fenómenos paranormales.

La cultura consiste en ponerse uno en el espíritu lo que le pertenece, aunque no lo haya pensado. Hay poemas enteros que los siento totalmente míos porque me dicen a mí mismo, me ayudan a saber quién soy; cuando los recito parece que yo los estuviera componiendo porque los vivo. La cultura es auténtica cuando revive en nosotros. Puedo repetir de pronto algún pasaje de un poeta oscuro o apoyarme en un filósofo sin percatarme. Soy un actor del conocimiento porque lo represento ante los demás, no porque yo sea un sabio.

Sostenemos que el pecado original fue el pacto de la mujer con el diablo para perder al hombre. Pensemos lo que significa sobre la tierra una ética basada en semejante dislapso.

Cuando se habla de cultura debemos apartar de nuestra mente la idea de ciertos refinamientos del gusto y de la abstracción. La verdadera cultura es concepción del mundo. Si la redondez total del conocimiento es ahora imposible, el hombre culto siempre tiene a su alcance los datos que pueden hacerle comprender el universo físico y espiritual que lo rodea, así como las peripericias esenciales que nos han llevado o traído a ese conocimiento en generaciones sucesivas, a partir del primer hombre que se preguntó quién era y por qué estaba en el mundo. Quien renuncia a enterarse de algo que no es de su competencia porque cree que pertenece a otro ámbito, se excomulga automáticamente del gremio universitario y se va a vivir como falso Robinsón a un islote de especialista. Hombre culto es el que está con los demás en comunicación activa. Un centro emisor de humanidad, con ideas y actitudes que se ajustan armoniosamente a la realidad inmediata de cada día.

Cada uno está obligado a comprender el mundo y a comprenderse a sí mismo simultáneamente. El hombre que se va de este mundo sin saber quién es ni dónde estuvo, es como un tonto en vísperas, aunque sea un tonto loco, desesperado o genial.

En el claro de la selva, trabaja un constructor de arcos; alguien aplica su espíritu a la materia y la transforma con sus manos. Se acerca un muchacho curioso y atento: quiere saber cómo se hace un arco. El operario interrumpe su trabajo y le explica las cualidades de la madera, de la cuerda, del pedernal y de las plumas. Le dice cómo se manejan las herramientas. Le hace comprender el fenómeno de la tensión que proyecta la flecha al espacio. Le dice que un arco sólo es arco cuando funciona como arco. En ese momento el artesano se convierte en maestro y ejerce su influjo sobre un alma, en vez de aplicarlo solamente a la materia inerte.

Extractos de La palabra educación, de Juan José Arreola (Editorial Diana, México, 1979).

lunes, 17 de mayo de 2010

46.

NO TE DEJES CAER EN LA TRISTEZA
antepón tu propia libertad

sacraliza tu nombre y tu tierra
no permitas que nadie hable por ti
líbrate de aquellos que te dieron guerra

perdona a quien te dé la gana
y persigue sombras cuando te apetezca

envuelve tus días con cariño
convoca una fiesta para los que te prestaron aliento
e invita al tiempo a permanecer junto a ti---


Pedro del Pozo y Toscano (Sevilla, 1971)

jueves, 25 de febrero de 2010

41.

NO PIDO MUCHO


No pido mucho:

Poder hablar sin cambiar la voz,
caminar sin muletas,
hacer el amor sin que haya que pedir permiso,
escribir en un papel sin rayas.

O bien si parece demasiado:
Escribir sin tener que cambiar la voz,
caminar sin rayas,
hablar sin que haya que pedir permiso,
hacer el amor sin muletas.

O bien si parece demasiado:
Hacer el amor sin que haya que cambiar la voz,
escribir sin muletas,
caminar sin que haya que pedir permisos,
hablar sin rayas.

O bien si parece demasiado…


Kiko Veneno y Miquel Marti i Pol (1929-2003)

32.

Es el quinto día que paso en la guarida del bosque Krasnosielski. El Rata y el Sepulturero han cruzado la frontera con pieles —teníamos un porrón— para venderlas al otro lado. Y yo me he quedado en el bosque para espiar al grupo de Kazik el Araña, que guía a los novatos. Nos ha llegado la información de que su cuadrilla suele regresar dos veces de la Unión Soviética con las manos vacías, pero a la tercera lleva muchas pieles. Se trata de atrapar al grupo precisamente cuando vaya cargado. Atraviesan el bosque Krasnosielski —es allí donde los queremos desplumar—, por cuatro caminos bien distintos. Alguien que observe bien sus itinerarios y calcule la alternancia de sus rutas, puede deducir aproximadamente cuándo y por dónde pasarán la próxima vez que vuelvan de la Unión Soviética cargados de pieles. Espío sin cesar las travesías de la cuadrilla del Araña. Hasta ahora, no se me ha escapado ni una. Al anochecer y por la mañana, examino las huellas de los cuatro caminos que la cuadrilla suele recorrer al cruzar el bosque Krasnosielski. Siempre que encuentro su rastro en el lodo, sobre la arena, a orillas de un riachuelo o en medio del camino, lo borro cuidadosamente y así veo cuándo dejan uno nuevo. De este modo, puedo deducir casi sin miedo a equivocarme qué ruta elegirán la próxima vez.
El Rata y el Sepulturero me han prometido volver como mucho dentro de una semana. Venderán las pieles y traerán comida, tabaco y alcohol. Al marcharse, me dejaron un poco de tocino, una botella empezada de espíritu de vino y algunas tabletas de chocolate. Con esto tengo que satisfacer mis necesidade hasta que vuelvan. Poco después de que mis compañeros se marcharan, cayó un aguacero. Duró todo el día y toda la noche sin tregua. Quedé calado hasta los tuétanos. Al día siguiente, me construí una cabaña, pero me salió minúscula y tenía goteras. Entonces, recogí cortezas y empecé a montar un gran cobertizo. Trabajé muchas horas, pensando en cada detalle. Finalmente, lo acabé y lo coloqué sobre cuatro postes encima de la hoguera, que la lluvia anegaba continuamente. Acto seguido, resguardado por arriba, le añadí tres paredes laterales. La leña estaba empapada y humeaba. Esto era molesto al tiempo que peligroso, porque el humo podía delatar mi presencia. A un kilómetro de mi escondrijo, descubrí unos montones de madera seca de abedul. Al primero le quité la tonga exterior de tarugos mojados y transporté hasta mi escondrijo los secos. Los coloqué bajo la techumbre de tal modo que la lluvia no pudiese humedecerlos. Así, tenía bastante leña para encender fuego y estaba al abrigo de las inclemencias del tiempo. El gato no me había abandonado. Cuando dejaba de llover, se iba al bosque. Volvía calado hasta los huesos, se restregaba contra mis piernas, se calentaba junto a la hoguera y me canturreaba su monótona canción. Su presencia me alegraba la vida. Yo le hablaba, compartíamos los restos de comida, y él se lo tomaba todo con una seriedad extraordinaria. Pero, a pesar de su porte altivo, mi compañero rabón parecía un vagabundo sin hogar más que un respetable cazador doméstico de ratones. Al caer la noche, yo iba al bosque. Tendía hilos a través de las veredas forestales que conocía palmo a palmo. Con ramas entrelazadas, construía barreras que cerraban el paso. A orillas de los ríos y torrentes, allí donde había vados, borraba los rastros antiguos para que la travesía de la cuadrilla dejara huellas nuevas. Después, volvía mi escondrijo. A menudo, me costaba encontrarlo en la oscuridad de la noche. Atizaba el fuego. Tapaba la entrada de mi cabaña y ponía alrededor varios obstáculos para que los que se acercaran tuvieran que hacer ruido. A continuación, asaba patatas al rescoldo de la lumbre. Me las comía con tocino. Echaba un trago de espíritu de vino y, sin reavivar el fuego, por miedo a que reverberara, me acostaba sobre anchas ramas de abeto, resinosas y templadas por las ascucas. La lluvia tamborileaba sobre la techumbre y caía a chorro dentro del alero. Las brasas de la hoguera llenaban de calor el interior de mi escondrijo. El gato se me arrimaba, ronroneando una canción. A pesar de sentirme del todo seguro, tenía las armas a punto. ¿Quién podría llegar hasta allí en la oscuridad? La noche, la madre de todos los infelices que se ven obligados a esconderse de la gente, me arrebujaba con su velo. Al amanecer, salía a examinar las huellas recientes en las veredas y en los pasos secretos. Sacaba conclusiones y me las grababa meticulosamente en la memoria.
Al otro día de marcharse mis compañeros al pueblo, caí en la cuenta de que el grupo del Araña había regresado a Polonia. A partir de entonces, no habían vuelto a cruzar la frontera. Quizá se lo hubiera impedido la lluvia. Era del todo imposible que su travesía me hubiese pasado por alto. Aunque se me hubieran escapado, camino de la Unión Soviética, habría tenido que verlos cuando volvía. ¡A mí nada me pasaba desapercibido! Sabía cuántos grupos pequeños habían cruzado la frontera y cuántos habían regresado. Lo deducía de las huellas y de muchas otras circunstancias que, juntas, formaban una fotografía de la vida nocturna de la frontera.
El sexto día de mi estancia en el bosque Krasnosielski llega a su fin. Ya no tengo ni gota de alcohol. El chocolate también se me ha acabado. Todavía me queda un poco de tocino. Lo ahorro como puedo y siempre tengo hambre. He aborrecido las patatas asadas sin sal. La cuadrilla del Araña todavía no ha pasado al otro lado de la frontera, de modo que nada me obliga a seguir vigilándola. Incluso en el pueblo sería más fácil conseguir alguna información sobre sus movimientos. Tras pensármelo bien, decido cruzar la frontera esta noche.
En todo el día no ha caído ni una gota, pero ahora vuelven a acercarse remolinos de nubarrones. Cubren el cielo sin dejar ni un resquicio. Oscurece. Caerá un aguacero impresionante. El gato está inquieto. Se acerca el anochecer. Todo se petrifica y parece como si las nubes galoparan por el cielo con un fragor sordo. Arrojo al fuego todos los tarugos y hago una gran hoguera. Me caliento y aso patatas. Las aparto a un lado. Saco del zurrón la última loncha de tocino. Le doy la tercera parte al gato y el resto me lo como con las patatas. Oscurece cada vez más. Me levanto. Le hago al gato una caricia de despedida y salgo de mi escondrijo. El gato maúlla. Tal vez tenga el presentimiento de que lo abandono para siempre. Camino a través del bosque hacia el sendero que conduce a Zatyczno. En la lejanía, se oy en los suspiros sordos y pesados de los truenos. Se acercan. Se desencadena un viento que corre por las alturas, por las cúspides de los árboles, llenando el bosque de un rumor quejumbroso. Cierra la noche. A duras penas me abro paso entre árboles. De improviso, un largo relámpago verde cae sobre el bosque. Abajo, casi en las entrañas de la tierra, se oye el trueno que huye hacia las tinieblas en oleadas grávidas... Otro relámpago, ahora amarillo, corta el aire... El tercero, rojo, explota como un fuego de artificio... El cuarto, dorado, se entrelaza con la oscuridad en la lontananza... El quinto, blanco, arranca la noche de la tierra y, durante un rato, puedo ver con toda claridad cada tronco, cada rama, cada hoja... Después, los relámpagos caen a puñados. Se entrecruzan, se esquivan... Uno corre en pos del otro. Derraman torrentes de luz entre los árboles. El aire vibra... Los árboles tiemblan... Un huracán... El viento rompe ramas y derriba árboles. Los relámpagos hacen trizas los pinos, los abetos y los abedules más robustos. El bosque se estremece...
Sigo avanzando. Desde lo alto, me caen en la cabeza ramas segadas. A derecha y a izquierda se desploman algunos árboles. En el cielo, parpadean los relámpagos. El rumor atemorizado del bosque se confunde con los silbidos del viento y con el eco de los truenos. Llevo la linterna en la mano, pero no necesito encenderla. Los relámpagos me iluminan el camino. Por fin, llego a las lindes del bosque. Camino a campo traviesa. Aquí no hay tanto peligro. No me aplastará la cabeza ningún árbol truncado, no me golpeará ninguna rama que se desploma desde las alturas. Empieza un chaparrón. Riadas inundan los campos de cultivo. Pronto estoy completamente calado. Intento encender la linterna. Está estropeada. Entonces, me saco del bolsillo las armas y camino con los dos revólveres en la mano. Hago la tentativas de salir a la carretera. Si no, con este tiempo de perros no sabría encontrar la dirección correcta. Por fin doy con ella. La examino un buen rato antes de decidir si sigo adelante. Tengo miedo de extraviarme. Avanzo. Llevo las armas a punto. Bajo la lluvia, chapoteo por interminables charcos. En las orillas de la carretera, torrentes de agua se precipitan cuneta abajo. “¿Qué hará ahora el gato? Seguro que no ha quedado ni rastro de mi escondrijo del bosque”. Camino y camino por la carretera. Dejo atrás algunos puentes. Los cuento. Por aquí debe estar el puente de la segunda línea de la frontera. Me detengo y aguzo el oído, pero al cabo de un rato sigo adelante. “¿Se puede oír algo en medio de este huracán de sonidos?” Entro en el puente. Avanzo poco a poco, concentrado, con lo índices sobre los gatillos de los revólveres. “¿Y si alguien me tiene en el punto de mira?” De repente, estoy en un tris de caerme. No he disparado por un pelo. Me detengo y toco con el pie algo blando. Es un saco de heno que se le ha caído a alguien del carro. Sigo avanzando. La carretera se encarama por la ladera resbaladiza de una colina. Un kilómetro me separa de la frontera. Paso tras paso, me abro camino con cautela. En un lugar, miro las saetas fosforescentes de mi reloj. Son las diez. Si me doy prisa, dentro de una hora estaré en la guarida. Intuyo que la frontera está muy cerca. Me desvío de la carretera hacia la izquierda y, pronto, sumergido en el agua hasta la cintura, atravieso un arroyo que en condiciones normales no es muy profundo. A juzgar por su aspecto, en breve se convertirá en un río. Finalmente, me acerco al pueblo. Enfilo la calle Minska, después entro en la plaza mayor y, desde allí, me encamino hacia Slobódka. Al poco, llego a nuestra guarida. Subo al piso de arriba, reptando por la techumbre y llamo al postigo del desván. Al cabo de un rato, se oye la voz del Sepulturero:
—¿Quién va?
—Soy yo, Wladek.
El postigo se abre bruscamente. Me escabullo en el desván. Hay una vela encendida sobre una caja tumbada boca arriba. Al lado, está sentando el Rata. Delante de él, unas botellas y algo para picar. El Rata me saluda con alegría:
—¡En nombrando el ruín de Roma! ¡Has elegido el momento oportuno! Tenía la intención de ir a buscarte hoy mismo, pero me ha salido un negocio urgente en el pueblo y lo he dejado para mañana...
—Dadme de beber y de comer —les digo a mis compañeros—, he pasado mucha hambre.
Apuro un vaso de vodka en un santiamén y engullo gruesas tajadas de jamón. Calmada la primera hambre, me desnudo, me quito las botas y me pongo ropa seca.
El Rata me cuenta que el Araña, tras aquella primera vez, ha hecho un descanso, porque los comerciantes no tendrán mercancía hasta que llegue un envío de Vilnius.
—He estado pudriéndome allí para nada —le digo al Rata.
—No. Lo aprovecharemos más adelante. Ahora conoces mejor las rutas de los “elefantes”...
Después, el Rata me entrega mil novecientos sesenta dólares. Es mi parte de nuestros últimos trabajos. Ahora, contando lo que he ganado últimamente y lo que le dejé en depósito a Pietrek, tengo más de cuatro mil dólares. Para mí es una suma exorbitante. Ahora podría hacer lo que me aconsejó Saszka: dejar este oficio e irme a vivir a una ciudad. Le doy vueltas a la idea, pero el Rata me interrumpe. Nos expone el plan del próximo trabajo. Se acalora, blande los puños al mencionar a los bisoños y nos enardece con su fervor.Aún apuramos una botella de aguardiente, brindamos por la buena suerte, y nos acostamos. El Rata no volvió a su casa, sino que se quedó con nosotros por culpa del aguacero. Me contó que el novato a quien yo había herido se estaba curando en el pueblo a escondidas, y que aquel grupo había vuelto sin dinero y sin el representante de los mercaderes. Fumamos un buen rato, dándole a la sin hueso en voz baja. Por encima de nuestras cabezas, se enfurecía la tempestad. Me dormí. Aquella noche soñé con elefantes, no elefantes africanos o indios, sino los nuestros, los de la zona fronteriza, aquellos a los que los gatos viejos han bautizado con este nombre despectivo. Los espiaba, los perseguía, los atrapaba. Me ayudaba un gran gato pelirrojo con la cola cortada y las orejas hechas jirones.


El enamorado de la Osa Mayor, Sergiusz Piasecki, Acantilado, Barcelona, 2006 (Traducción de Jerzy Slawomirski y Anna Rubiò)

29.

Receta


La cabeza de ajos me trajiste
igual que a Salomé la del Bautista,
un regalo cargado de nutrientes
que arregla desde el ano hasta la vista.

Unos dientes de ajo sobrepasan
el valor de una joya diamantina
y ese olor derivado del azufre
enriquece el sabor en la cocina.

En el amor, combate la flojera
mas siempre para ser bien tolerado
es preciso que a fuerza de costumbre
se lo tomen los dos enamorados.

Margarita Gautier para la tisis,
Nostradamus la peste combatía.
De la planta del ajo se desprende
la cura de cualquier osteopatía.

Una ristra de ajos tras la puerta
ahuyenta las reacciones del demonio.
No hubiera fracasado Cleopatra
de haberle dado ajo a Marco Antonio.
Pierde grandes efectos si lo cueces.
No combina con tarta o fruta dulce.
Depurando va todas las arterias,
jubilosa la sangre se conduce.

Y, claro, ya llegó la moraleja:

Incluye el ajo crudo en tus recetas
y vive con salud en esta dieta.



Rosa Sanz, Mientras hablamos, Poesía a pie de calle, La Zubia, GRANADA, 2004.

28.

Poema en lunfa


El malevo fullero y compadrito
salió a esperar la mina que volvía
de entregar las camisas que cosía
pa’ la tienda del boncha Garabito.

-¡Shalute! -fue el recibo del compadre-.
Dame pronto la guita que es muy tarde
y no te rechiflés porque te juro
qu’embroncao como estoy voy a fajarte
como todos los días, pa’enseñarte.

La percanta sonrió ladinamente
y se acercó al matón para entregarle
el pago que el yorugua de la tienda
l’entregara por su laburo ingente.

-Tomá pa’ vos, que en esta mishiadura
no aguanto más tu trato delincuente

-y sacando el seis tiros sin apuro
al cafishio tumbó, tranquilamente.


Alina Paula Fernández Arlaud

27.

YENÚN
Yenún, plural de yin, es el término de referencia con que se designa a los seres sobrenaturales e invisibles que Dios ha creado sobre la tierra paralelamente al hombre. Pero mientras el hombre ha sido creado de barro, el yin ha sido hecho de fuego sin humo según dice la sura IV del Corán y la mayoría de los textos que tratan del tema. Hay quien asegura que no han sido creados de fuego pero sí puestos sobre la tierra antes que el hombre.
Otra sura, la XVIII, dice que de los yenún se han derivado Satán y los demás demonios.
Se les considera generalmente como portadores de mal, peligrosos y maliciosos.

Como ya estaban sobre la tierra antes de que llegaran los hombres, están resentidos y celosos de su presencia y por eso tratan de hacerles mal en todo tiempo.

Dios empezó a crear el mundo en domingo y terminó en viernes, un poco antes de la oración de la tarde y, no teniendo tiempo para crear al yin completo, le puso pies de cabra o de burro y, como lo sujetaba por el labio superior mientras lo hacía, se quedó como pellizcado.
Para compensar al yin de sus faltas, Dios lo hizo invisible al hombre y no al contrario. Hay yenún musulmanes, cristianos, hebreos, negros, urbanos, campesinos... con toda clase de profesiones como los hombres.
Su número es uno más o uno menos de la mitad de los hombres.
No está muy clara la creencia de que cada humano tenga un yin correspondiente.
Se les puede ver solamente desde las once de la noche a la una de la madrugada salvo los viernes en los que se les puede ver hasta la salida del sol.
Pueden tomar la forma de animales domésticos o salvajes. Perros, gatos y chacales suelen ser yenún peligrosos. Los chacales además pueden ser guardianes de tesoros.
Entran en cualquier sitio aunque esté cerrado.
Los perros yenún no padecen ni contagian la rabia, pero sí fiebres, parálisis, trastornos nerviosos y hemorragias.
Durante su tiempo libre se retiran a lugares sucios, húmedos, oscuros o desiertos: paredes, hornos, cementerios, tumbas aisladas, alcantarillas, pequeños puentes, esquinas de mezquitas o sinagogas, precipicios, bordes y lechos de ríos, rocas... No obstante, morabos, mezquitas y cementerios pueden ser temporalmente lugares donde cualquiera puede protegerse de los yenún.
Los yenún cristianos son más peligrosos que los musulmanes y éstos, a su vez, lo son más que los hebreos. Ni los yenún judíos ni los negros tienen categoría social en su mundo.
Los yenún pueden ser buenos o malos, pero siendo esto esencia de sentimiento subjetivo, moral y humano, los hombres desconfían siempre de las intenciones de los yenún.
Entre los Aith Waryaghar se suelen hacer invocaciones cuando se está en presencia de los yenún:

Aithbab umxam (dueños del lugar).
Aithbab uj-jám (dueños de la casa) a diferencia de:
Aradya uj-jám (dueña de la casa): Dhayenith ogra o hiena a quien le gusta la carne humana. Es invisible y camina bajo tierra. Se instala en casas de preferencia abandonadas y se hace la verdadera dueña tan pronto como el pollo del sacrificio ha sido matado en la casa.

Traducción libre de Juan Román del texto “The Jnun”, del libro de David Montgomery Hart, The Aith Waryaghar of the Moroccan Rif: Au Ethnography and History, The University of Arizona Press, 1976, p. 154 y ss; recogido en El mundo invisible de los yenún, de Juan Román (textos) y Piero Biasión y Franca Giannini (fotografías), número 4 de la colección Zaguán de África, Servicio de Publicaciones de la Ciudad Autónoma de Melilla, 1996, pp. 30-31.

26.

DESERCIÓN





La primera vez me detuvieron en la escalera del avión. A los pocos segundos me encontraba caminando entre los dos policías altos y apuestos como un mendigo sin aliento. Mi ropa, y las suyas, hicieron que la gente me mirara por los pasillos con lástima y también con curiosidad: estaba claro qué ocurría, quién era yo y quiénes ellos. A la gente le gusta saber cosas y aquello no era difícil. Se ataban cabos pronto.
La segunda vez la detención se produjo justo después de comprar el billete, frente a una máquina de tabaco. Caminé de nuevo por los pasillos entre los dos policías. Pero nadie en el aeropuerto advirtió qué ocurría. Nadie nos miró en ningún momento. Yo entonces era tan alto como los agentes, vestía traje y andaba tan rápido y dispuesto como ellos. Recorrimos el enorme suelo suelo encerado a grandes pasos, con cierta urgencia. Yo hasta me permití mirar con recelo a algunos sitios, como buscando a alguien o sospechando de alguna maleta. Me alisaba la corbata y giraba en las esquinas con decisión. Con voz grave, conseguí decir mirando al frente: vayamos a consigna, allí estará el capitán. Al llegar, el capitán preguntó qué había ocurrido. Yo entonces le expliqué cómo había encontrado a los dos impostores.




Antonio Pomet, Mil perros dormidos, Premio Andalucía Joven de Narrativa 2002, DVD Ediciónes, Barcelona, 2003.

24.

Opinión vulgar es, según la Agricultura Nabatea, que el mirar hacia las flores del malvavisco estando todavía en su arbusto, alegra el espíritu retirando la congoja y ansiedad; y que observando largo tiempo de pie, esto es, dando vuelta el hombre alrededor del malvavisco, y mirando a sus hojas y flores por todas sus partes el espacio de una hora, por este medio se apodera de él el gozo, la alegría y el contento, y el ánimo se le fortalece.


El libro de agricultura de Al Awam, edición y comentarios sobre la traducción de Banqueri de José Ignacio Cubero Salmerón, Empresa Pública para el Desarrollo Agrario y Pesquero de Andalucía, Málaga, 1999, p. 707.

23.

Qué importan los leones
si la verdad de las gacelas
es ser abiertas de un zarpazo bajo el sol.

Digna Palou, Isotopo 56, Aldebarán, Sevilla, 1974.

15.

¿QUIÉN TE HA DICHO QUE 2+2 SON CUATRO?

Hitler tenía razón, en realidad. Sólo que se equivocó en la puesta en práctica y en los objetivos. El 90% de la humanidad no sirve absolutamente para nada. Nacer, comer, cagar, joder, procrear y morir. Punto. Tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Mierda. Pagar letras, reírse de chistes malos y ver películas de vídeo. Hablar de cine. Hablar de mujeres. Hablar de deportes. Hablar. Bla bla bla. Hablar. Dictar leyes. Democracia. Te damos por el culo y tú nos pagas. Utilice las vías legales. Le empapelamos de pólizas la boca y le damos un paseo. Democracia, dictocracia, falacia. Hay siete días en una semana y te vamos a joder cinco. También te vamos a joder las noches porque te vamos a dejar tan hecho polvo que de lo único que te vas a acordar antes de acostarte es de poner el despertador. Para los fines de semana hemos inventado cosas que se llaman familia, hipermercado, calamares fritos, pulpo a la gallega, calcetines limpios y sexo seguro, si te lo encuentras. Si no, es igual. El sexo es una falacia más, de todas formas. La sacrosanta institución del matrimonio la inventó Dios para resolver el problema de los cojones hinchados. Cuando se hinchan los cojones chungo. Hay problemas. El secreto está en que la gente tenga los cojones vacíos y el estómago lleno. Lo que no se previó fue qué se supone que tienen que hacer las mujeres, los mendigos y los eunucos. Eso tampoco lo he resuelto yo, de momento. Pero calma. Que en esta vida todo llega. Estamos a finales del segundo milenio de la era judeocristiana y seguimos en bolas. El logro último de la humanidad será llegar a neutralizarse de tal manera que se descomponga sin la ayuda del espacio exterior. Un paso hacia delante, tres hacia atrás. Luego el cierre. A chapar el chiringuito. Mientras tanto, bueno, ya lo sabéis: nacer, comer, cagar, joder, procrear y morir. Todo esto ha sido dicho muchas veces. Sólo que me apetecía volver a decirlo a mí.
Y que se joda, supongo, el que lo lea.

Y un plus, por lo de la contradictio y tal:

Saroyan me enseñó que hablar de uno mismo es hablar del universo: ¿Qué es lo que me interesa más? Todo, especialmente yo. Es decir, tú. Es decir, la gente. Es decir, el mundo. Es decir, el espacio; la energía; la materia; el orden; el desorden; la aventura; la religión; la música; las películas; los juegos de cánicas; todo. Y no sólo eso. También lo que yo llamo las "tres reglas de oro de Saroyan": 1) Quédate en casa para buscar tus temas; 2) Escucha tu escritura y asegúrate de que se lee y suena bien; 3) Sé breve. Eso lo escribió en el mes de diciembre de 1938. Más de medio siglo después, sigue vigente.
Y seguirá vigente mientras haya escritores que merezcan el nombre.
Es curioso que en los últimos años se haya puesto de modo lo que algunos han dado en llamar "minimalismo" (aunque en España, como es natural, se popularizó la versión prostituida del concepto, el mal definido y peor comprendido "realismo sucio"). La buena literatura siempre ha sido minimalista. Desde la Antología Palatina hasta el Romancero, desde Li Po hasta Raymond Carver, las tres reglas de oro se mantienen. Realismo, sobriedad, brevedad. El que desee entablar una discusión con dos mil setecientos años de historia que empiece cuando quiera. Yo seguiré adelante, haciendo las cosas como hay que hacerlas. Sólo hay una manera de hacer las cosas bien. Y es la única que me interesa.

Todos los monos del mundo, Roger Wolfe, (Renacimiento, Sevilla, 1995).

14.

MENTA

Los árabes rinden a la menta un verdadero culto, y en este punto concreto yo me siento dispuesto a abrazar su religión. Tanto en los zocos como en los admirables palacios de mosaico no se respira más que el aroma sutil y embriagador de esta hierba mágica. Desde el más humilde fellag hasta el más poderoso emir, no hay árabe que no lleve un ramito de menta. Al primero le sirve de antiséptico, aleja las moscas portadoras de gérmenes infecciosos y mantiene apartados a peligrosos microbios gracias a la esencia de que está impregnada, el mentol. Al segundo le sirve, en cierto modo, de ‘mensajero de amistad’ o de amor. Las virtudes afrodisiacas de la menta se han cantado demasiadas veces para que no haya en la alusión un fondo de verdad.
La bella Scherezade, además de contar los maravillosos cuentos de las Mil y una noches al sultán, seguramente salvó la vida gracias a alguna que otra tacita de té de menta servida oportunamente antes del amanecer para amenizar las prodigiosas aventuras de Simbad el Marino y de Aladino.
La menta puede utilizarse de todas las maneras posibles, ya sea, naturalmente, en té o tisanas, mezclada con tila, ya en las salsas (como hacen los ingleses, injustamente criticados por esta ‘manía’), en cócteles (como norteamericanos) y en las ensaladas. Nada más refrescante que los ‘rollitos de primavera’ de los vietnamitas o las ensaladas a la menta de los chinos.
No me extenderé en las características botánicas de las mentas: su perfume único las hace reconocer entre mil. Son primas de la salvia, el tomillo, el serpol, la melisa y otros tantos tesoros de la Naturaleza clasificados en la familia de las labiadas. Existen diversas especies, todas las cuales poseen propiedades análogas, en grados diferentes.
La menta poleo, llamada también poleo real, se conoce en algunas regiones con el nombre de hierba de las pulgas o ‘ahuyentapulgas’, porque aleja a estos indeseables insectos. Se encuentra, especialmente, en los lugares húmedos, en los prados inundados en invierno. Los antiguos griegos y latinos la conocían bien; con ella hacían coronas para todas sus ceremonias; la utilizaban contra mordeduras de serpiente, picaduras de insecto y de escorpión, tos, vómitos, trastornos urinarios de toda clase, vértigos, dolor de cabeza, desfallecimiento sexual y dolores de la menstruación. En la Edad Media, los médicos empezaron a descubrir nuevas propiedades, como tratar las fiebres, estimular el estómago y el intestino, calmar el histerismo y los trastornos visuales, reducir las hinchazones, curar la ictericia y las enfermedades del pecho y aliviar todos los dolores.
La menta verde comprende en realidad varias especies silvestres muy afines, especialmente la menta de espiga y la menta de bosque. En todo el mundo se cultivan, además, otras especies y numerosos híbridos: menta crespa (o rizada), menta acuática, menta de hoja redonda, menta roja, etcétera.
La menta piperita, llamada también menta inglesa, es probablemente el resultado de un cruce de menta acuática y menta verde. Es la que hoy se utiliza principalmente.
Se cultiva en todo el mundo y, probablemente, es la planta aromática más solicitada. ¡Por desgracia para ella y para nosotros! Y es que, para obtener una menta hermosa y abundante, los productores la tratan de diez a doce veces al año. Y acaba convertida en verdadero veneno.*
No hay que preocuparse por lo complejo de la enumeración, pues todas las mentas son útiles y, sea cual fuere la que encuentre en el campo o planten en el jardín, ha de brindarles toda clase de virtudes medicinales. Las mentas son tónicas: devuelven la energía a todos los órganos sin excepción, lo que las hace muy recomendables para los niños, los ancianos y los convalecientes. Pero, en particular, son amigas del corazón y de los nervios (que tonifican y calman gracias a sus propiedades antiespasmódicas). Son también fieles aliadas del sistema digestivo: como estomacales, ayudan al estómago en su trabajo; combaten tanto los calambres como las malas digestiones, aerofagia, hinchazón, pesadez, náuseas y úlceras incipientes; contribuyen a la liberación de gases intestinales y alivian todo el aparato digestivo. Finalmente, coadyuvan a la acción del hígado y del páncreas.
Las propiedades antiespasmódicas de las mentas se revelan óptimas contra los casos de tos, afecciones respiratorias (asma, bronquitis), neuralgias, nerviosismo, insomnio, temblores, angustias, etcétera. Sus propiedades diuréticas y antifebrífugas las hacen recomendables contra todas las enfermedades de origen infeccioso, máxime puesto que estas virtudes van acompañadas de una indiscutible eficacia bactericida y antiséptica. Las mentas son también anestésicas (la sensación de frescor que se experimenta al masticarlas se debe al adormecimiento de las mucosas de la boca): de ahí su importancia, en uso externo, para tratar contusiones, heridas, infecciones, inflamaciones, puntos dolorosos del reumatismo y la gota, etcétera. Los gargarismos de menta actúan eficazmente contra los dolores de encías y de muelas y, por añadidura, purifican el aliento.

Recolección:

Las hojas y, a veces, las flores de la menta se cogen inmediatamente antes de la floración, que puede producirse en épocas diferentes del año, según la especie y la región. Es conveniente vigilar con atención las matas silvestres que destinen a su pequeña farmacia natural. Las hojas se secarán a la sombra. Se conservan sin problemas.
Evidentemente, para tener la seguridad de hacer la recolección en el momento oportuno, lo más sencillo es cultivar la menta en el jardín. Prefiere las tierras bladas, fértiles y relativamente húmedas. La cabeza en la sombra y los pies al fresco: así es como más hermosa está. Para aclimatarla, basta plantar unas cuantas cepas astilladas en primavera o en otoño. Para que prendan es necesario un buen riego; después la menta prosperará sola y hasta demostrará tendencia a invadirlo todo.

Preparación y empleo:

Infusión y decocción: Échense 4 o 5 pulgaradas de hojas y flores secas o frescas en un litro de agua. (Una taza de menta pura por la mañana y una taza de menta y tila por la noche.)
Decocción para gargarismos (contra mal aliento, dolor de muelas y enfermedades de las encías), lociones, compresas, etcétera: 10 pulgaradas de hojas por litro de agua.
Maniluvios y pediluvios: Las mismas proporciones que para la decocción anterior.
Polvo de hojas (uso interno, como tónico de los órganos, en caso de urgencia): una pulgarada después de la comida principal, con leche, miel o con el postre.
Vino de menta (uso externo, contra espasmos internos): hiérvase un litro de vino tinto o blanco en el que se habrá echado un puñado de hojas de menta secas y frótese suavemente el vientre o el pecho con una compresa impregnada en el líquido filtrado.
Alcohol de menta: Adquiérase en una buena herboristería. No olviden que es su mejor arma de intervención inmediata contra vértigos, náuseas, jaquecas y mareos de viaje (automóvil o avión).
Caramelos de menta: Aunque el azúcar que se utiliza para la elaboración de caramelos no sea particularmente saludable (ni para los dientes ni para el estómago ni para el aparato circulatorio, y no digamos para los diabéticos), un caramelo de menta chupado a tiempo puede prevenir pequeñas molestias de todos los días como el dolor de cabeza.

Notas:

-En infusión ligera, la menta calma y adormece el dolor. A grandes dosis (10 pulgaradas por litro) sirve, por el contrario, de tónico nervioso y estimulante digestivo. Calma el dolor de estómago y las crisis de vómitos o aerofagia.
-Para mantenerse en buena forma física, recomiendo la infusión que prescribí a los campeones del Tour de Francia: 6 pulgaradas de menta y 2 pulgaradas de romero por litro de agua.
-Para combatir la impotencia y la frigidez y favorecer la armonía de la pareja, tómese la siguiente infusión: 2 pulgaradas de menta y una pulgarada de ajedrea por taza de agua hirviendo.

*Si no pueden cultivarla por sí mismos, pongan atención en el momento de la compra. En todo caso, conviene saber que el “Laboratoire des Herbes Sauvages de Fleurance” suministra, además de la menta, toda clase de plantas (no tratadas) de sus propias plantaciones.

Maurice Mességué, Mon herbier de santé.

5.

Ya hemos hablado bastante -dijo don Juan en tono abrupto, y se volvió hacia mí-. Antes de irte debes hacer una última cosa, la más importante de todas. Ahora mismo voy a decirte algo para que sepas por qué estás aquí y te tranquilices. La razón de que sigas viniendo a verme es muy sencilla; todas las veces que me has visto, tu cuerpo ha aprendido ciertas cosas, aun sin tú quererlo. Y finalmente ahora tu cuerpo necesita regresar conmigo para aprender más. Digamos que tu cuerpo sabe que va a morir, aunque tú jamás piensas en eso. Así pues, he estado diciéndole a tu cuerpo que yo también voy a morir y que antes de eso me gustaría enseñarle ciertas cosas, cosas que tú mismo no puedes darle. Por ejemplo, tu cuerpo necesita sustos. Le gustan. Tu cuerpo necesita la oscuridad y el viento. Tu cuerpo ya conoce la marcha de poder y arde en deseos de probarlo. Tu cuerpo necesita poder personal y arde en deseos de tenerlo. Digamos, pues, que tu cuerpo regresa a verme porque soy amigo suyo.

Carlos Castaneda, Viaje a Ixtlán. Las lecciones de don Juan, traducción de Juan Tovar, Fondo de Cultura Económica, México/Madrid, 1975, pp.250-251.
Journey to Ixtlan. The lessons of don Juan, 1972.

3.

23 de octubre, 1968

Don Juan mencionó casualmente que iba a hacer otro viaje a México central en un futuro cercano.
-¿Va usted a visitar a don Genaro? -pregunté.
-A lo mejor -dijo sin mirarme.
-Don Genaro está bien, ¿verdad, don Juan? Digo, no le pasó nada malo allá arriba de la catarata, ¿no?
-No le pasó nada; tiene aguante.
Hablamos un rato de su proyectado viaje y luego dije que había gozado mucho de la compañía y de los chistes de don Genaro. Se rió y dijo que don Genaro era en verdad como un niño. Hubo una larga pausa; yo pugnaba mentalmente por hallar una frase inicial para inquirir acerca de su lección. Don Juan me miró y dijo en tono malicioso:
-Ya te matan las ganas de preguntarme por la lección de don Genaro, ¿no?
Reí con turbación. Todo lo ocurrido en la catarata me había estado obsesionando. Daba yo vueltas y más vueltas a todos los detalles que podía recordar, y mis conclusiones eran que había sido testigo de una increíble hazaña de destreza física. Pensaba que don Genaro era, sin lugar a dudas, un incomparable maestro del equilibrio; cada uno de sus movimientos había sido ejecutado con un alto toque ritual y, obviamente, debía de tener algún inextricable sentido simbólico.
-Sí -dije-. Admito que me muero por saber cuál fue su lección.
-Déjame decirte algo -dijo don Juan-. Para ti fue una pérdida de tiempo. Su lección era para alguien que pudiera ver. Pablito y Néstor agarraron el hilo, aunque no ven muy bien. Pero tú, tú fuiste a mirar. Le dije a Genaro que eras medio idiota y muy raro, todo atascado, y que a lo mejor te destapabas con su lección, pero no. No importa, de todos modos. Ver es muy difícil.
"No quise que hablaras después con Genaro; por eso tuvimos que irnos. Lástima. Pero habría salido peor quedarse. Genaro arriesgó mucho por mostrarte algo magnífico. Qué lástima que no puedas ver.
-Quizá, don Juan, si usted me dice cuál fue la lección, yo descubra que en realidad vi.
Don Juan se dobló de risa.
-Tu mejor detalle es hacer preguntas -dijo.
Parecía dispuesto a relegar nuevamente el tema. Como de costumbre, estábamos sentados en el área frente a su casa; de pronto, don Juan se puso en pie y entró. Fui tras él e insistí en describirle lo que yo había visto. Seguí con fidelidad la secuencia de los hechos, según la recordaba. Don Juan sonreía al escucharme. Cuando terminé, meneó la cabeza.
-Ver es muy difícil -dijo.
Le supliqué explicar su aseveración.
-Ver no es cosa de hablar -dijo imperativamente.
Resultaba obvio que no iba a decirme nada más, de modo que desistí y salí de la casa a cumplir unos encargos suyos.
Al regresar ya era de noche: comimos algo y después salimos a la ramada. Acabábamos de tomar asiento cuando don Juan empezó a hablar sobre la lección de don Genaro. No me dio tiempo de prepararme para ello. Tenía conmigo mis notas, pero estaba demasiado oscuro para escribir, y no quise alterar el fluir de su conversación yendo al interior de la casa por la lámpara de petróleo.
Dijo que don Genaro, siendo un maestro del equilibrio, podía ejecutar movimientos muy complejos y difíciles. Sentarse de cabeza era uno de tales movimientos, y con él había intentado mostrarme que era imposible "ver" mientras uno tomaba notas. La acción de sentarse de cabeza sin ayuda de las manos era, en el mejor de los casos, una treta extravagante que duraba sólo un momento. Según la opinión de don Genaro, escribir acerca de "ver" era lo mismo; es decir, una maniobra precaria, tan curiosa y superflua como sentarse de cabeza.
Don Juan me escudriñó en la oscuridad y dijo, en un tono muy dramático, que mientras don Genaro traveseaba sentándose de cabeza, yo estuve al borde mismo de "ver". Don Genaro, advirtiéndolo, repitió sus maniobras una y otra vez, sin resultado, pues yo perdí el hilo inmediatamente.
Don Juan dijo que después don Genaro, movido por la simpatía personal que me tenía, intentó en una forma muy dramática llevarme de nuevo a ese borde de "ver". Tras una deliberación muy cuidadosa, decidió mostrarme una hazaña de equilibrio cruzando la cascada. Sintió que la cascada era como la orilla en que yo estaba parado, y confió en que yo también podría realizar el cruce.
A continuación, don Juan explicó la hazaña de don Genaro. Dijo que ya me había indicado que los seres humanos eran, para quienes "veían", seres luminosos compuestos por una especie de fibras de luz, que giraban del frente a la espalda y mantenían la apariencia de un huevo. También me había dicho que la parte más asombrosa de las criaturas ovoides era un grupo de fibras largas que surgían del área alrededor del ombligo; don Juan dijo que tales fibras tenían una importancia primordial en la vida de un hombre. Esas fibras eran el secreto del equilibrio de don Genaro y su lección no tenía nada que ver con saltos acrobáticos en la cascada. Su hazaña de equilibrio consistía en la forma en que usaba esas fibras "como tentáculos".
Don Juan se apartó del tema tan repentinamente como lo había traído a cuento, y empezó a hablar de algo sin ninguna relación.

24 de octubre, 1968

Arrinconé a don Juan y le dije que intuitivamente sentía que jamás recibiría otra lección de equilibrio, y que él debía explicarme todos los detalles pertinentes, pues de otro modo nunca podría descubrirlos por mí mismo. Don Juan dijo que yo tenía razón con respecto a que don Genaro no volvería a darme otra lección.
-¿Qué más quieres saber? -preguntó.
-¿Qué son esas fibras como tentáculos, don Juan?
-Son los tentáculos que salen del cuerpo de un hombre y son visibles para cualquier brujo que ve. Los brujos actúan con la gente de acuerdo a la forma en que ven sus tentáculos. Las personas débiles tienen fibras cortas, casi invisibles; las personas fuertes las tienen largas y brillantes. Las de Genaro, por ejemplo, son tan brillantes que parecen gruesas. Por las fibras se conoce si una persona está sana o enferma, si es mezquina o bondadosa o traicionera. También se conoce, por las fibras, si una persona puede ver. Aquí hay un problema desconcertante. Cuando Genaro te vio supo, igual que mi amigo Vicente, que podías ver; cuando yo te veo, veo que puedes ver, y sin embargo sé muy bien que no puedes. ¡Qué contrariedad! Genaro no podía creerlo. Le dije que eras un sujeto raro. Creo que quiso verlo por sí mismo y te llevó a la cascada.
-¿Por qué piensa usted que doy la impresión de que puedo ver?
Don Juan no respondió. Permaneció largo rato en silencio. No quise preguntarle nada más. Finalmente me habló y dijo que sabía por qué, pero no cómo explicarlo.
-Piensas que todo el mundo es sencillo de entender -dijo- porque todo cuanto tú haces es una rutina sencilla de entender. En la caída de agua, cuando miraste a Genaro cruzar el agua, creíste que era un maestro de los saltos mortales, porque sólo en eso pudiste pensar. Y eso es todo lo que siempre creerás que hizo. Pero Genaro nunca saltó al cruzar ese agua. Si hubiera saltado, habría muerto. Genaro se equilibró con sus magníficas fibras brillantes. Las alargó lo suficiente para poder, digamos, rodar en ellas hasta el otro lado de la caída del agua. Demostró la manera correcta de alargar esos tentáculos, y la manera de moverlos con precisión.
"Pablito vio casi todos los movimientos de Genaro. Néstor, en cambio, sólo vio las maniobras más obvias. Se perdió los detalles delicados. Pero tú, tu no viste nada de nada.
-Quizá si me hubiera usted dicho por anticipado qué cosa observar...
Me interrumpió y dijo que el darme instrucciones sólo habría estorbado a don Genaro. De haber yo sabido lo que iba a ocurrir, mis fibras, agitadas, habrían interferido con las de don Genaro.
-Si pudieras ver -dijo-, te habría sido evidente, desde el primer paso que Genaro dio, que no estaba resbalando al subir por las peñas. Estaba aflojando sus tentáculos. Dos veces los enredó en las piedras y se sostuvo en la mera roca. Cuando llegó arriba y estuvo listo para cruzar el agua, los enfocó sobre una piedra chica en medio de la corriente, y una vez que los tuvo afianzados dejó que las fibras lo jalaran. Genaro jamás saltó; por eso podía aterrizar en las piedras resbalosas en el mero borde del agua. Genaro todo el tiempo tenía las fibras bien enredadas en cada roca que usó.
"No se estuvo mucho tiempo en la primera piedra, porque tenía el resto de sus fibras amarradas a otra, todavía más chica, en el sitio donde mayor era el empellón del agua. Sus tentáculos volvieron a jalarlo y aterrizó en ella. Esa fue la más notable de todas las cosas que hizo. La superficie era demasido chica para que un hombre se sostuviera, y el empellón del agua habría arrastrado su cuerpo al precipicio si él no hubiera tenido algunas de sus fibras enfocadas todavía en la primera roca.
"Genaro se mantuvo mucho rato en esa segunda posición, porque tenía que sacar otra vez sus tentáculos y mandarlos hasta el otro lado del despeñadero. Después de afianzarlos, tuvo que soltar las fibras enfocadas en la primera roca. Eso era muy arriesgado. Tal vez solamente Genaro es capaz de hacerlo. Casi perdió el control, o a lo mejor nada más se estaba burlando de nosotros: nunca lo sabremos con certeza. En lo personal, pienso que de veras estuvo a punto de perder el equilibrio. Lo sé porque se puso tieso y mandó un brote magnífico, como un rayo de luz cruzando el agua. Me parece que tan sólo ese rayo habría bastado para jalarlo al otro lado. Cuando llegó a la orilla, se paró y dejó brillar sus fibras como un racimo de luces. Eso lo hizo solamente para ti. De haber podido ver, habrías visto eso.
"Genaro estuvo allí parado, mirándote, y entonces supo que no habías visto."

Carlos Castaneda, Una realidad aparte (Nuevas conversaciones con don Juan), trad. de Juan Tovar, Fondo de Cultura Económica, México/Madrid, 1974.
A separate reality (Further conversations with don Juan), 1971.

2.

7 de octubre de 1968

No recuerdo qué cosa motivó a don Genaro a hablarme sobre el orden del ‘otro mundo’, como él lo llamaba. Dijo que un maestro brujo era un águila, o más bien que podía convertirse en águila. En cambio, un brujo malo era hijo de un tecolote. Don Genaro dijo que un brujo malo era hijo de la noche y que para un hombre así los animales más útiles eran el león de montaña u otros felinos salvajes, o bien las aves nocturnas, el tecolote en especial. Dijo que los ‘brujos líricos’, o simples aficionados, preferían otros animales: el cuervo, por ejemplo. Don Juan rió; había estado escuchando en silencio.
Don Genaro se volvió hacia él y dijo:
-Eso es cierto; tú lo sabes, Juan.
Luego dijo que un maestro brujo podía llevar consigo a su discípulo en un viaje y atravesar literalmente las diez capas del otro mundo. El maestro, siempre y cuando fuera un águila, podía empezar en la capa de abajo y luego atravesar cada mundo sucesivo hasta llegar a la cima. Los brujos malos y los líricos, dijo, sólo podían cuando mucho atravesar tres capas.
Don Genaro describió aquellos pasos diciendo:
-Empiezas en el mero fondo y entonces tu maestro te lleva en su vuelo y al rato, ¡pum! Atraviesas la primera capa. Luego, un ratito después, ¡pum! Atraviesas la segunda; y ¡pum! Atraviesas la tercera...
En tal forma don Genaro me llevó hasta la última capa del mundo. Cuando hubo terminado de hablar, don Juan me miró y sonrió sabiamente.
-Las palabras no son la predilección de Genaro –dijo-, pero si quieres recibir una lección, él te enseñará acerca del equilibrio de las cosas.
Don Genaro asintió con la cabeza; frunció la boca y entrecerró los párpados.
Su gesto me pareció delicioso.
Don Genaro se puso en pie y lo mismo hizo don Juan.
-Muy bien –dijo don Genaro-. Vamos, pues. Podemos ir a esperar a Néstor y Pablito. Ya terminaron. Los jueves terminan temprano.
Ambos subieron en mi coche, don Juan en el asiento delantero. No les pregunté nada; simplemente eché a andar el motor. Don Juan me guió a un sitio que según dijo era la casa de Néstor; don Genaro entró en la casa y un rato después salió con Néstor y Pablito, dos jóvenes que eran sus aprendices. Todos subieron en mi coche y don Juan me indicó tomar el camino hacia las montañas del oeste.
Dejamos el auto al lado del camino de tierra y seguimos la ribera de un río, que tendría cinco o seis metros de ancho, hasta una cascada visible desde donde me había estacionado. Atardecía. El paisaje era impresionante. Directamente sobre nuestras cabezas había una nube enorme, oscura, azulosa, que parecía un techo flotante; tenía un borde bien definido y la forma de un gigantesco semicírculo. Hacia el oeste, en las altas montañas de la Cordillera Central, la lluvia parecía estar descendiendo sobre las laderas. Se veía como una cortina blancuzca que caía sobre los picos verdes. Al este se hallaba el valle largo y hondo; sobre él sólo había nubes desparramadas, y el sol brillaba allí. El contraste entre ambas áreas era magnífico. Nos detuvimos al pie de la cascada; tenía quizás unos cuarenta y cinco metros de altura: el rugido era muy fuerte.
Don Genaro se puso un cinturón del que colgaban siete o más objetos. Parecían guajes pequeños. Se quitó el sombrero y dejó que colgara, sobre su espalda, de un cordón atado alrededor de su cuello. Se puso en la cabeza una banda que sacó de un morral hecho de gruesa tela de lana. La banda era también de lana de diversos colores; el que más resaltaba era un amarillo vívido. En la banda insertó tres plumas. Parecían ser plumas de águila. Noté que los sitios donde las insertó no eran simétricos. Una pluma quedó sobre la curva posterior de su oreja derecha, otra unos centímetros más adelante y la tercera sobre la sien izquierda. Luego se quitó los huaraches, los enganchó o ató a la cintura de sus pantalones y aseguró el cinturón por encima de su poncho. El cinturón estaba hecho, al parecer, de tiras de cuero entretejidas. No pude ver si don Genaro lo amarró o si tenía hebilla. Don Genaro caminó hacia la cascada. Don Juan manipuló una piedra redonda hasta dejarla en una posición firme, y tomó asiento en ella. Los dos jóvenes hicieron lo mismo con otras piedras y se sentaron a su izquierda. Don Juan señaló el sitio junto a él, a su derecha, y me indicó traer una piedra y sentarme a su lado.
-Hay que hacer una línea aquí –dijo, mostrándome que los tres se hallaban sentados en fila.
Para entonces, don Genaro había llegado al pie del desplomadero y había empezado a trepar por una vereda a la derecha de la cascada. Desde donde nos encontrábamos, la vereda se veía bastante empinada. Había muchos arbustos que don Genaro usaba como barandales. En cierto momento pareció perder pie y casi se deslizó hacia abajo, como si la tierra estuviera resbaladiza. Un momento después ocurrió lo mismo, y por mi mente cruzó la idea de que tal vez don Genaro era demasiado viejo para andar escalando. Lo vi resbalar y trastabillar varias veces antes de llegar al punto en que la vereda terminaba.
Experimenté una especie de aprensión cuando empezó a trepar por las rocas. No podía figurarme qué iba a hacer.
-¿Qué hace? –pregunté a don Juan en un susurro.
Don Juan no me miró.
-¿No ves que está trepando? –dijo.
Don Juan miraba directamente a don Genaro. Tenía los ojos fijos, los párpados entrecerrados. Estaba sentado muy erecto, con las manos descansando entre las piernas, sobre el borde de la piedra.
Me incliné un poco para ver a los dos jóvenes. Don Juan hizo un ademán imperativo para hacerme volver a la línea. Me retraje de inmediato. Tuve sólo un vislumbre de los jóvenes. Parecían igual de atentos que él.
Don Juan hizo otro ademán y señaló en dirección de la cascada.
Miré de nuevo. Don Genaro había trepado un buen trecho por la pared rocosa. En el momento en que miré se hallaba encaramado en una saliente; avanzaba despacio, centímetro a centímetro, para rodear un enorme peñasco. Tenía los brazos extendidos, como abrazando la roca. Se movió lentamente hacia su derecha y de pronto perdió pie. Di una boqueada involuntaria. Por un instante, su cuerpo entero pendió del aire. Me sentí seguro de que caería, pero no fue así. Su mano derecha había aferrado algo, y muy ágilmente sus pies volvieron a la saliente. Pero antes de seguir adelante se volvió a mirarnos. Fue apenas un vistazo. Había, sin embargo, tal estilización en el movimiento de volver la cabeza que empecé a dudar. Recordé que había hecho lo mismo, volverse a mirarnos, cada vez que resbalaba. Yo había pensado que don Genaro debía de sentirse apenado por su torpeza y que volteaba a ver si lo observábamos.
Trepó un poco más hacia la cima, sufrió otra pérdida de apoyo y quedó colgando peligrosamente de la salediza superficie de roca. Esta vez se sostenía con la mano izquierda. Al recuperar el equilibrio se volvió nuevamente a mirarnos. Resbaló dos veces más antes de llegar a la cima. Desde donde nos hallábamos sentados, la cresta de la cascada parecía tener de seis a ocho metros de ancho.
Don Genaro permaneció inmóvil un momento. Quise preguntar a don Juan qué iba a hacer don Genaro allá arriba, pero don Juan parecía tan absorto que no me atreví a molestarlo.
De pronto, don Genaro saltó hacia el agua. Fue una acción tan completamente inesperada que sentí un vacío en la boca del estómago. Fue un salto magnífico, extravagante. Durante un segundo tuve la clara sensación de haber visto una serie de imágenes superpuestas de su cuerpo en vuelo elíptico hasta la mitad de la corriente.
Al aminorar mi sorpresa, advertí que don Genaro había aterrizado en una piedra al borde de la caída: una piedra apenas visible desde donde nos encontrábamos.
Permaneció largo tiempo allí encaramado. Parecía combatir la fuerza del agua precipitada. Dos veces se inclinó sobre el precipicio y no pude determinar a qué estaba asido. Alcanzó el equilibrio y se acuclilló en la piedra. Luego saltó de nuevo, como un tigre. Mis ojos apenas si percibían la siguiente piedra en donde aterrizó; era como un cono pequeño en el borde mismo del despeñadero.
Se quedó allí casi diez minutos. Estaba inmóvil. Su quietud me impresionaba a tal grado que empecé a tiritar. Quería levantarme y caminar por ahí.
Don Juan advirtió mi nerviosismo y con tono autoritario me instó a calmarme.
La inmovilidad de don Genaro me precipitó a un terror extraordinario y misterioso. Sentí que, si seguía más tiempo allí encaramado, yo no podría controlarme.
De pronto saltó de nuevo, ahora hasta la otra ribera de la cascada. Cayó sobre los pies y las manos, como un felino. Permaneció acuclillado un momento; luego se incorporó y miró a través del torrente, hacia la otra orilla, y luego hacia abajo, en nuestra dirección. Se estuvo enteramente quieto, mirándonos. Tenía las manos a los lados, ahuecadas como aferrando un barandal invisible.
Había en su postura algo verdaderamente exquisito; su cuerpo parecía tan flexible, tan frágil. Pensé que don Genaro, con su banda y sus plumas, su poncho oscuro y sus pies descalzos, era el ser humano más hermoso que yo hubiera visto.
Repentinamente echó los brazos hacia arriba, alzó la cabeza, y con gran rapidez lanzó su cuerpo a la izquierda, en una especie de salto mortal lateral. El peñasco donde había estado era redondo, y al saltar desapareció tras él.
En ese momento empezaron a caer grandes gotas de lluvia. Don Juan se levantó y lo mismo hicieron los dos jóvenes. Su movimiento fue tan abrupto que me confundió. La experta hazaña de don Genaro me había puesto en un estado de profunda excitación emotiva. Sentía que el viejo era un artista consumado y quería verlo en ese mismo instante para aplaudirlo.
Me esforcé por escudriñar el lado izquierdo de la cascada para ver si don Genaro descendía, pero no lo hizo. Insistí en saber qué le había pasado. Don Juan no respondió.
-Más vale que nos vayamos aprisa –dijo-. Está fuerte el aguacero. Hay que llevar a Néstor y Pablito a su casa, y luego tendremos que irnos regresando.
-Ni siquiera le dije adiós a don Genaro –me quejé.
-Él ya te dijo adiós –repuso don Juan con aspereza.
Me observó un instante y luego suavizó el ceño y sonrió.
-También te dio su afecto –dijo-. Le caíste bien.
-Pero ¿no vamos a esperarlo?
-¡No! –dijo don Juan con brusquedad-. Déjalo tranquilo, ahí donde esté. Capaz ya es un águila volando al otro mundo, o capaz ya se murió allá arriba. Ahorita ya no le hace.

Carlos Castaneda, Una realidad aparte (Nuevas conversaciones con don Juan), trad. de Juan Tovar, Fondo de Cultura Económica, México/Madrid, 1974.
A separate reality (Further conversations with don Juan), 1971.